martes, 4 de octubre de 2011

Llevo meses sin escribir, por eso mis párrafos en la tesis parecen una argamasa de nueces molidas con queso crema endurecido. Y resulta que hoy que vuelvo lo hago porque estoy particularmente triste y asustada. Claro, porque cuando estoy alegre salgo a gritárselo a unos cuantos buenos amigos (esto último para aclarar que este no es un blog emo).
Hoy en la fila de la panadería más mediocre del mundo vi a una niña, con dos colas y lentes gruesos mirando unos helados. Me pareció una piecita de joyería muy brillante, la quedé mirando. Horas antes, en el bus, iba yo con un dolor de cabeza del carajo vociferando maldiciones al dueño de la veterianaria que se le ocurre cerrar hasta las 3 y derrepente vi por la ventana una carita conocida. Ella se fue de viaje hace mucho, y regresó tan distinta y tan ella. La vi caminar lento, con cara de fastidio, estirándose la manga de la chompa. De su cabellos salían involuntarios colores.
Hace varios años yo no hubiera podido disfrutar de mirarlas como ahora. Hay una sensibilidad nueva en mí, nueva pero mía. Y sé que quizá no la hubiera rescatado de no haber pasado tanto tiempo conversando, mirando, riendo, tomando con una determinada persona. Y todo eso forma parte de la mejor etapa de mi vida luego de mi niñez trepada a los árboles.
¿Y por qué la tristeza?, qué se yo, quizá las hormonas, o quizá porque ese olorcito a muerte en mi piel, del que no me he de librar nunca, me susurra muy bajito que todo se acaba.
¿Y por qué el susto? Eso sí lo sé y es porque siento que escribir la tesis es como lanzarme al río Mayo de 10 metros de alto. Bah... Esa es otra prueba de que tengo todos los cables cruzados.
El asunto es que hoy tuve un día de mierda y conservé la sonrisa gracias a eventos nada especiales aparentemente, lo que me iluminó el sentido del texto de Cortázar en el que dice que lo relamente difícil en este mundo es aprender a mirar a un gato.

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