miércoles, 18 de junio de 2008

Clara

Mi abuelita es pequeñita y frágil. Tiene los ojitos como iglúes y cabellito blanco. Clarita conoció a su madre a los 22 años, la crió su abuela del mismo nombre, una anciana y paralítica mujer de la selva que tenía muchas bocas que alimentar. Su primera vocación fue el ser esposa de un policía, porque en aquella época los policías ganaban buena plata y no pasaban hambre; para luego encontrarse con el que será su oficio y pasión de por vida: la enseñanza.

Lloraba por ir al colegio (el único en su pueblo), las madres franciscanas le dieron beca y desde allí ocupó el primer puesto siempre. Con alegría recuerda cuando empuñó la bandera en la plaza de Requena. Como niña me sonríe y con sus ojitos acuosos por la catarata me coge de la manito y me lleva a verla como recicla hojas en blanco del cuaderno de sus supestos hermanos para poder armar el suyo. No hay plata ni para el zapatito.

Terminó el colegio, tenía catorce años, ya no había más aulas que ocupar ni puestos que alcanzar. Su único futuro como el de muchos otros: ser parte de los aguateros de los chinos. Luego de tantos primeros puestos y de leer hasta los retacitos de papel que llegaban a sus manos ella quería ser profesora. Y una de esas calurosas tardes de la selva, sentada afuera, negándose a llevar cubetas con agua, va a su encuentro Maxica, la criada de las madres.
- ¿Qué haces por acá Maxica?- Pregunta Clarita con nostalgia.
- La madrecitas te llaman Clarita, corriendo anda-.
La abuelita desde su cama se alegra y le dice que se arregle. Las madres le ofrecen trabajo como profesora de primaria.

No mucho tiempo antes se había enterado, gracias al malhadado bodeguero, que su hermano mayor era su papá y que su madre la había abandonado. Ella dice que esa fue la primera vez en que el llanto fue tan amargo, tan desconsolado; la segunda pena gigante, gigante y larga como el Amazonas, sería la muerte de su hijo.
-Porqué no me quizo mi mamá, Emilio?-
-Hijiiita... Ella tuvo que irse, nunca quizo dejarte-

Como profesora, Clarita iba de pueblo en pueblo, por la puna caminaba con su Humbertito. Sus ojitos se llenan de pena, se ponen más borrosos y lagrimitas caen en su piel de viejita arrugadita como un papel: recuerda Callancas, su colegio, su plaza y a su niño.
-Verdad mamita? Verdad que todas la madrecitas son una linda flor?-
-sí hijito, todas las mamitas son una liiiinda flor-
-No te dijide cepla? No te dijide?, todas la mamitas son una linda flor-

Humbertito llenaba su vida y sus ojitos, nunca dejó de ser la mamita de su corazón. Jugaba con el cepla en la plaza y jamás le hacía problema. Nunca se quejaba, ni cuando enfermaba. Y jamás le exigía nada... excepto por una tarde.
-mamiiiita, tienes una pezetita?-
-para qué hijito?-
-para darle a la virgencita, para que me de al niñito que está cargando para poder jugar-
El hermanito llegó varios años después y aún hoy es el látigo que abre heridas en el alma de Clarita.

Clarita se establecerá, luego de muchas penas y luchas, en Lima ya como la esposa del señor Román Rodriguez. Criollo de esos que hablan fuerte jamás le dio ni un sol y siempre andaba tras jovencillas enfermeras.
-Call' carajo, estoy comiendo-
-Call' carajo, estoy durmiendo-
El señor Román fallecerá muchos años después, luego de que Clarita compre su casita con sus ahorros de toda una vida para poder dejar La Parada, luego de que Humbertito se trasladara ya a Tarapoto para ejercer como sicólogo, luego de que Orlandito rechazara estudiar una vez más.

Hoy mi abuelita llora. Dice que siempre se sintió sola. Siempre quizo tener una familia, jamás abandonó al abuelo porque no quería que el Humbertito ni el Orlandito crecieran como ella, sin padres. Siempre pensó que cuando llegara a ancianita y enfermara su Humberito cuidaría de ella, la llevaría a su húmeda y calurosa selva y la mimaría hasta que la muerte salga a su encuentro. Mi abuelita llora porque nunca pensó enterrar a mi padre, llora sola, Orlandito es ya un cuarentón que no trabaja, no da ni el pan y no el cariño. Hoy, ya de noche, la encontré echadita en su camita, y hasta cuando me sonríe le veo la pena. Dejo las bolsas en el piso junto con el cansancio y me echo a su ladito. Me cuenta siempre lo mismo, pero esta vez fue distinto:
-Si tienes una hija no le llames Clara-
Dice que estamos destinadas a sufrir, dice que nacemos con la soledad en el pecho, que perdemos padre y madre a muy temprana edad y que terminamos criando nietos porque algún hijo nos sale chueco.
-No le llames Clara- insiste
-No lo haré, pero quédate conmigo para siempre-

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